Y llegó el final...
Terminamos la lectura de la novela, discutimos los temas importantes que ésta trata y tenemos listos todos los videos sobre los capítulos. Pueden verlos haciendo click en la imagen de la publicación anterior.
Ahora lo prometido.
Si querés ver el "Detrás de escena" de los videos, hace click acá.
7º grado 2018 - Último año =)
viernes, 24 de agosto de 2018
martes, 10 de julio de 2018
Nuestro trabajo se ve... por Youtube
Finalizando el primer cuatrimestre, podemos decir que estamos orgullosos de los productos finales de nuestros proyectos de Prácticas del Lenguaje.
Queremos compartir acá los links a las listas de reproducción de nuestros videos.
Para disfrutar de ellos, click en la imagen correspondiente:
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lunes, 25 de junio de 2018
jueves, 10 de mayo de 2018
Proyecto Booktubers
Novela: La tierra de las papas
En nuestro canal de Youtube, subimos los videos del proyecto.
Narraremos las reseñas de los capítulos, creados por nosotros a medida que avancemos en la lectura de la novela.
¡Entren a verlos aquí!
martes, 6 de marzo de 2018
La composición - de Silvia Schujer, 2001.
La composición de Silvia Schujer.
Publicado originalmente en 2001.Extraído de la colección Memoria de la Palabra del Plan Nacional de Lectura 2012.
Pronto va a hacer como un año que pasó. Fue en noviembre. No me acuerdo qué día. Sé que fue en noviembre porque faltaba poco para que terminaran las clases y ya estábamos planeando las vacaciones. Siempre nos vamos unos días a algún lugar con playa. No muchos porque sale muy caro, dice mi mamá. Bueno, decía. Mi hermanita y yo estábamos durmiendo. No me importó demasiado que esa noche, la anterior, papá y mamá estuvieran preocupados, porque ellos casi siempre andaban preocupados, pero igual eran muy buenos con nosotras y nos hablaban todo el tiempo. Más a mí, porque mi hermana es un poco chica todavía. Recién ahora está en primer grado con la señorita Angélica. A veces yo no entendía del todo lo que me querían decir, pero mi papá me explicaba que algún día iba a poder. Igual, ahora también sigo sin entender mucho que digamos. Mi hermanita no
sabe nada. La abuela me quiso mentir a mí también, pero yo no soy tonta, así que… Prométame que no le va a contar a nadie ¿eh? Y menos a mi abuela porque ella tiene mucho miedo y no quiere que lo hablemos. Pero yo a usted se lo tengo que decir porque después me va a preguntar y si lloro ¿qué les digo a las chicas?
Estábamos durmiendo y de repente yo abrí los ojos. La puerta de la pieza estaba cerrada. Era raro que no me hubiera venido a despertar mi mamá si ya entraba luz por las persianas. Yo siempre me doy cuenta de la hora por la luz que se mete entre los huecos de las persianas. Y esa mañana la pieza ya estaba bastante clara y no se escuchaba ningún ruido. A mí no me gustaba faltar al colegio porque entonces me tenía que pasar todo el día sola aburriéndome en casa. Por eso no me hice la dormida. Llamé a mi mamá. Pensé que era ella la que se había quedado dormida. Me imaginé que
se iba a poner contentísima de que ya me
pudiera despertar sola. Pensé que me iba a
decir que yo ya era una señorita y que eso
la tranquilizaba. La llamé y, como no vino
y tampoco hubo ningún ruido, me levanté.
Primero me senté en la cama y traté de
despertar a mi hermanita para que no llegáramos
tarde. Blanquita, al jardín. Y como
ella tampoco me escuchaba, me empezó a
agarrar miedo y casi me puse a llorar. Miedo,
qué sé yo. La sacudí un poco y cuando
abrió los ojos, le di un beso como hacía
mi mamá y le alcancé la ropa. Tuve miedo
porque un día escuché que mamá le decía
a papá que si a ella le pasaba algo… que
siempre nos hiciera acordar a nosotras…
de un mundo mejor, qué sé yo, esas cosas.
Tuve miedo igual, porque para mí el mundo
no era feo, el mío por lo menos. Ahora
todo es horrible. Mi hermanita y yo nos
vestimos. Yo la ayudé un poco, pobre. No
me animaba a salir sola de la pieza. No sé
por qué. Así le dábamos juntas la sorpresa
a mamá. Blanquita no hablaba porque
estaba medio dormida. Cuando preguntó
por mamá le dije que íbamos a ir juntas a despertarla. Que seguro se había quedado dormida. Nuestra pieza da al comedor. Y enfrente, del otro lado del comedor, está la pieza de mis padres. Salimos en puntas de pie. Mi hermanita venía atrás mío.
¡Yo me quedé!...
Blanquita también se dio cuenta de que algo había pasado porque en el comedor había un desbarajuste bárbaro. Los libros estaban en el suelo y algunos rotos. Las sillas, cambiadas de lugar. Y bueno, para qué le voy a seguir contando. Usted no vaya a decir nada, seño, pero yo tuve miedo. Llegamos a la pieza de ellos: la cama estaba vacía y deshecha, pero no como cuando se iban apurados. Deshecha del todo, hasta un poco corrida de lugar. Ahora no sé si había llegado ese día: que si pasaba algo y las nenas. Hablaban tanto… Papá siempre me abrazaba y me decía que yo iba a ser libre y Blanquita también. Como un pájaro. Que iba a ser amiga de muchos chicos y en el colegio para el día del niño todos iban a tener un juguete y que eso era la libertad por la que ellos peleaban. ¿Dónde?, me pregunto. Porque entre ellos no peleaban nunca. No, casi nunca. Y menos por la libertad, que también es eso de los juguetes ¿no? No estaba ninguno de los dos en toda la casa. Blanquita lloraba más fuerte que yo. Entonces la abracé y le di un beso. Nos sentamos en el piso del comedor en el medio de todos los libros. Yo empecé a ponerlos en orden, los que estaban rotos los
dejé para arreglarlos. Pensé que a lo mejor mamá había salido a comprar la leche y le dábamos la sorpresa. Lo que más nerviosa me ponía era cómo lloraba Blanquita, dale y dale. Capaz que tenía hambre, así que fui a la cocina que también era un bochinche. Iba a sacar unos panes de la bolsa y justo sonó el teléfono. ¡Ah! Me había olvidado de decirle que cuando entramos al comedor para ir a la pieza de mis padres, el teléfono estaba descolgado y yo lo puse bien. Entonces atendió Blanquita y yo enseguida le saqué el tubo de la mano. Era mi abuela con la que estamos ahora. Y cuando le
conté lo que pasaba, en vez de decir que ay esta madre que tienen, dio un grito y dijo no se muevan, esperen ahí. Me asusté mucho y yo también grité. Con Blanquita nos quedamos en un rincón. La llamábamos a mi mamá porque mi papá siempre salía temprano así que sabíamos que no podía estar. Después me sentí un poco mal, porque el más grande tiene que ayudar al más chico, y en ese momento yo no la estaba ayudando nada a Blanquita. Ni siquiera la soltaba porque me sentía mejor agarrada a ella. Prométame señorita que usted no va a contar nada de lo que le digo. Mi abuela dice que es peligroso y no quiere. Usted cree que vivo con ella porque no tengo mamá, porque se fue de viaje o algo así –como dice mi abuela cuando alguien se muere–. Pero es mentira, seño. Le juro que es mentira. Yo tengo mamá. No sé dónde está, pero tengo. Ella decía otro mundo y eso a lo mejor es un poco lejos. La verdad que ahora sería bueno que invente un mundo mejor ¿no? porque es una
porquería todo esto. Las chicas se piensan que yo estoy muy contenta con mis abuelos porque nos compran todo lo que queremos, pero es mentira. Usted no les diga nada, no, porque de verdad son muy buenos y nos compran lo que queremos. Yo a usted se lo tuve que contar porque recién dijo que había que hacer una composición para el día de la madre y las chicas me dijeron que bueno Inés, vos le podés hacer una a tu abuela, y usted también me iba a decir eso cuando yo me vine acá y le hice perder el recreo largo en su escritorio ¿no?
Buenos Aires, 1977
jueves, 1 de marzo de 2018
La composición - de Antonio Skármeta, 1998.
La composición de Antonio Skármeta, 1998.
El día de su cumpleaños a Pedro le regalaron una pelota. Pedro protestó porque quería una de cuero blanco con parches negros como las que pateaban los futbolistas profesionales. En cambio, ésta de plástico le parecía demasiado ligera.
—Uno quiere meter un gol de cabecita y la pelota sale volando. Parece pájaro por lo liviana.
—Mejor –le dijo el papá–, así no te aturdes la cabeza. Y le hizo un gesto con los dedos para que callara porque quería oír la radio.
En el último mes, desde que las calles se llenaron de militares, Pedro había notado que todas las loches el papá se sentaba en su sillón preferido, levantaba la antena del aparato verde y oía con atención noticias que llegaban desde muy lejos. A veces venían amigos que se tendían en el suelo, fumaban como chimeneas y ponían las orejas cerca del receptor.
Pedro le preguntó a su mamá: —¿Por qué siempre oyen esa radio llena de ruidos?
—Porque es interesante lo que dice.
—¿Qué dice?
—Cosas sobre nosotros, sobre nuestro país.
—¿Qué cosas?
—Cosas que pasan.
—¿Y por qué se oye tan mal?
—La voz viene de muy lejos.
Y Pedro se asomaba soñoliento a la ventana tratando de adivinar por cuál de los cerros lejanos se filtraría la voz de la radio.
En octubre, Pedro fue la estrella de los partidos de fútbol del barrio. Jugaba en una calle de grandes árboles y correr bajo su sombra era casi tan delicioso como nada en el río en verano. Pedro sentía que las hojas susurrantes eran un estadio techado que lo ovacionaba cuando recibía un pase preciso de Daniel, el hijo del almacenero, se filtraba como Pelé entre los grandotes de la defensa y chuteaba directo al arco para meter el gol.
—¡Gol –gritaba Pedro y corría a abrazar a todos los de su equipo que lo levantaban por los aires porque, a pesar de que Pedro ya tenía nueve años, era pequeño y liviano. Por eso todos lo llamaban “chico”.
—¿Por qué eres tan chiquito? –le decían a veces para fastidiarlo.
—Porque mi papá es chiquito y mi mamá es chiquita.
—Y seguramente también tu abuelo y tu abuela porque eres requetechiquito.
—Soy bajo, pero inteligente y rápido; en cambio tú, lo único que tienes rápido es la lengua.
Un día, Pedro inició un veloz avance por el flanco izquierdo donde habría estado el banderín del corner si ésa fuera una cancha de verdad y no la calle entierrada del barrio. Llegó frente a Daniel que estaba de arquero, simuló con la cintura que avanzaba, pisó el balón hasta dormirlo en sus pies, lo levantó sobre el cuerpo de Daniel que se había lanzado antes y suavemente lo hizo rodar entre las dos piedras que marcaban el arco.
—Gol! –gritó Pedro y corrió hacia el centro de la cancha esperando el abrazo de sus compañeros. Pero esta vez nadie se movió. Estaban todos clavados mirando hacia el almacén. Algunas ventanas se abrieron. Se asomó gente con los ojos pendientes de la esquina. Otras puertas, sin embargo, se cerraron de golpe.
Entonces Pedro vio que al padre de Daniel se lo llevaban dos hombres, arrastrándolo, mientras un piquete de soldados lo apuntaba con metralletas. Cuando Daniel quiso acercársele, uno de los hombres lo contuvo poniéndole la mano en el pecho.
—Tranquilo -le dijo. Don Daniel miró a su hijo: —Cuídame bien el negocio. Cuando los hombres lo empujaban hacia el jeep, quiso llevarse una mano al bolsillo, y de inmediato un soldado levantó su metralleta: —¡Cuidado!
Don Daniel dijo: —Quería entregarle las llaves al niño.
Uno de los hombres le agarró el brazo: —Yo lo hago. Palpó los pantalones del detenido y allí donde se produjo un ruido metálico, introdujo la mano y sacó las llaves.
Daniel las recogió en el aire. El jeep partió y las madres se precipitaron a la calle, agarraron a sus hijos del cuello y los metieron en sus casas. Pedro se quedó cerca de Daniel en medio de la polvareda que levantó el jeep al partir.
—¿Por qué se lo llevaron? —Daniel hundió las manos en los bolsillos y apretó las llaves. —Mi papá está contra la dictadura. Pedro ya había escuchado eso de “contra la dictadura”. Lo decía la radio por las noches, muchas veces. Pero no sabía muy bien qué quería decir.
—¿Qué significa eso?
Daniel miró la calle vacía y le dijo como en secreto: —Que quieren que el país sea libre. Que se vayan los militares del gobierno.
—¿Y por eso se los llevan presos? –preguntó Pedro.
—Yo creo.
—¿Qué vas a hacer?
—No sé.
Un vecino se acercó a Daniel y le pasó la mano por el pelo.
—Te ayudo a cerrar –le dijo.
Pedro se alejó pateando la pelota y como no había nadie en la calle con quien jugar, corrió hasta la otra esquina a esperar el autobús que traería a su padre de regreso del trabajo. Cuando llegó, Pedro lo abrazó y el papá se inclinó para darle un beso.
—¿No ha vuelto aún tu mamá?
—No –dijo Pedro.
—¿Jugaste mucho?
—Un poco.
Sintió la mano de su papá que le tomaba la cabeza y la estrechaba con una caricia sobre la camisa. —Vinieron unos soldados y se llevaron preso al papá de Daniel.
—Ya lo sé –dijo el padre.
—¿Cómo lo sabes?
—Me avisaron por teléfono.
—Daniel se quedó de dueño del almacén. A lo mejor ahora me regala caramelos –dijo Pedro.
—No creo.
—Se lo llevaron en un jeep como esos que salen en la películas. El padre no dijo nada. Respiró hondo y se quedó mirando con tristeza la calle. A pesar de que era de día, sólo la atravesaban los hombres que volvían lentos de sus trabajos.
—¿Tú crees que saldrá en la televisión? –preguntó Pedro.
—¿Qué? –preguntó el padre.
—Don Daniel.
—No.
Esa noche se sentaron los tres a cenar, y aunque nadie le ordenó que se callara, Pedro no abrió la boca. Sus papas comían sin hablar. De pronto, la madre comenzó a llorar, sin ruido.
—¿Por qué está llorando mi mamá? El papá se fijó primero en Pedro y luego en ella y no contestó.
La mamá dijo: —No estoy llorando.
—¿Alguien te hizo algo? –preguntó Pedro.
—No –dijo ella.
Terminaron de cenar en silencio y Pedro fue a ponerse su pijama. Cuando volvió a la sala, sus papás estaban abrazados en el sillón con el oído muy cerca de la radio, que emitía sonidos extraños, más confusos ahora por el poco volumen.
Casi adivinando que su papá se llevaría un dedo a la boca para que se callara, Pedro preguntó rápido: —Papá, ¿tú estás contra la dictadura? El hombre miró a su hijo, luego a su mujer, y en seguida ambos lo miraron a él. Después bajó y subió lentamente la cabeza, asintiendo.
—¿También te van a llevar preso?
—No –dijo el padre.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú me traes buena suerte, chico –sonrió.
Pedro se apoyó en el marco de la puerta, feliz de que no lo mandaran a acostarse como otras veces. Prestó atención a la radio tratando de entender. Cuando la radio dijo: “la dictadura militar”, Pedro sintió que todas las cosas que andaban sueltas en su cabeza se juntaban como un rompecabezas.
—Papá –preguntó entonces–, ¿yo también estoy contra la dictadura? El padre miró a su mujer como si la respuesta a esa pregunta estuviera escrita en los ojos de ella. La mamá se rascó la mejilla con una cara divertida, y dijo: —No se puede decir.
—¿Por qué no?
—Los niños no están en contra de nada. Los niños son simplemente niños. Los niños de tu edad tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariñosos con sus padres.
Cada vez que a Pedro le decían estas frases largas, se quedaba en silencio. Pero esta vez, con los ojos fijos en la radio, respondió:
—Bueno, pero si el papá de Daniel está preso, Daniel no va a poder ir más a la escuela.
—Acuéstate, chico –dijo el papá.
Al día siguiente, Pedro se comió dos panes con mermelada, se lavó la cara y se fue corre que te vuela a la escuela para que no le anotaran un nuevo atraso. En el camino, descubrió una cometa azul enredada en las ramas de un árbol, pero por más que saltó y saltó no hubo caso. Todavía no terminaba de sonar ding-dong la campana, cuando la maestra entró, muy tiesa, acompañada por un señor con uniforme militar, una medalla en el pecho, bigotes grises y unos anteojos más negros que mugre en la rodilla.
La maestra dijo: —De pie, niños, y bien derechitos. Los niños se levantaron. El militar sonreía con sus bigotes de cepillo de dientes bajo los lentes negros.
—Buenos días, amiguitos –dijo–. Yo soy el capitán Romo y vengo de parte del Gobierno, es decir, del general Perdomo, para invitar a todos los niños de todos los grados de esta escuela a escribir una composición. El que escriba la más linda de todas recibirá, de la propia mano del general Perdomo, una medalla de oro y una cinta como ésta con los colores de la bandera. Y por supuesto, será el abanderado en el desfile de la Semana de la Patria.
Puso las manos tras la espalda, se abrió de piernas con un salto y enderezó el cuello levantando un poco la barbilla. —¡Atención! ¡Sentarse!
Los muchachos obedecieron.
—Bien –dijo el militar–. Saquen sus cuadernos... ¿Listos los cuadernos? ¡Bien! Saquen lápiz... ¿Listos los lápices? ¡Anotar! Título de la composición: “Lo que hace mi familia por las noches”... ¿Comprendido? Es decir, lo que hacen ustedes y sus padres desde que llegan de la escuela y del trabajo. Los amigos que vienen. Lo que conversan. Lo que comentan cuando ven la televisión. Cualquier cosa que a ustedes se les ocurra libremente con toda libertad. ¿Ya? Uno, dos, tres: ¡comenzamos!
—¿Se puede borrar, señor? –preguntó un niño.
—Sí –dijo el capitán.
—¿Se puede hacer con bolígrafo?
—Sí, joven. ¡Cómo no!
—¿Se puede hacer en hojas cuadriculadas, señor?
—Perfectamente.
—¿Cuánto hay que escribir, señor?
—Dos o tres páginas.
—¿Dos o tres páginas? –protestaron los niños.
—Bueno –corrigió el militar–, que sean una o dos. ¡A trabajar!
Los niños se metieron el lápiz entre los dientes y comenzaron a mirar el techo a ver si por un agujero caía volando sobre ellos el pajarito de la inspiración. Pedro estuvo mordiendo el lápiz, pero no le sacó ni una palabra. Se rascó el agujero de la nariz y pegó debajo del escritorio un moquita que le salió por casualidad. Juan, en el pupitre de al lado, estaba comiéndose las uñas, una por una.
—¿Te las comes? –preguntó Pedro.
—¿Qué? –dijo Juan.
—Las uñas.
—No. Me las corto con los dientes y después las escupo. ¡Así! ¿Ves?
E1 capitán se acercó por el pasillo y Pedro pudo ver cerca la dura hebilla dorada de su cinturón.
—¿Y ustedes, no trabajan? —¿Y tú?
Sí, señor –dijo Juan, y a toda velocidad arrugó las cejas, sacó la lengua entre los dientes y puso una gran “A” para comenzar la composición.
Cuando el capitán se fue hacia el pizarrón y se puso a hablar con la maestra, Pedro le espió la hoja a Juan y preguntó: —¿Qué vas a poner?
—Cualquier cosa. ¿Y tú?
—No sé –dijo Pedro.
—¿Qué hicieron tus papás ayer? –preguntó Juan.
—Lo mismo de siempre. Llegaron, comieron, oyeron la radio y se acostaron.
—Igualito mi mamá.
—Mi mamá se puso a llorar de repente –dijo Pedro.
—Las mujeres se la pasan llorando.
—Yo trato de no llorar nunca. Hace como un año que no lloro.
—Y si te pego en el ojo y te lo pongo morado, ¿no lloras?
—¿Y por qué me vas a hacer eso si soy tu amigo?
—Bueno, es verdad.
Los dos se metieron los lápices en la boca y miraron el bombillo apagado y las sombras en las paredes y sintieron la cabeza hueca como una alcancía. Pedro se acercó a Juan y le susurró en la oreja: —¿Tú estás contra la dictadura?
Juan vigiló la posición del capitán y se inclinó hacia Pedro:
—Claro, pendejo.
Pedro se apartó un poco y le guiñó un ojo, sonriendo. Luego, haciendo como que escribía, volvió a hablarle: —Pero tú eres un niño...
–¿Y eso qué importa?
—Mi mamá me dijo que los niños... –comenzó a decir Pedro.
—Siempre dicen eso... A mi papá se lo llevaron preso al norte.
—Igual que al de Daniel.
—Ajá. Igualito.
Pedro miró la hoja en blanco y leyó lo que había escrito: “Lo que hace mi familia por las noches”. Pedro Malbrán. Escuela Siria. Tercer Grado A.
—Juan, si me gano la medalla, la vendo para comprarme una pelota de fútbol tamaño cinco de cuero blanco con parches negros. Pedro mojó la punta del lápiz con un poco de saliva, suspiró hondo y arrancó: “Cuando mi papá vuelve del trabajo…”.
Pasó una semana, se cayó de puro viejo un árbol de la plaza, el camión de la basura estuvo cinco días sin pasar y las moscas tropezaban en los ojos de la gente, se casó Gustavo Martínez de la casa de enfrente y repartieron así unos pedazos de torta a los vecinos, volvió el jeep y se llevaron preso al profesor Manuel-Pedraza, el cura no quiso decir misa el domingo, en el muro de la escuela apareció escrita la palabra “resistencia”, Daniel volvió a jugar fútbol y metió un gol de chilena y otro de palomita, subieron de precio los helados y Matilde Schepp, cuando cumplió nueve años, le pidió a Pedro que le diera un beso en la boca.
—¡Estás loca! –le gritó Pedro.
Después que pasó esa semana, pasó todavía otra, y un día volvió al aula el militar cargado de papeles, una bolsa de caramelos y un calendario con la foto de un general.
—Mis queridos amiguitos –les dijo–. Sus composiciones han sido muy lindas y nos han alegrado mucho a los militares y en nombre de mis colegas y del general Perdomo debo felicitarlos muy sinceramente. La medalla de oro no recayó en este curso, sino en otro, en algún otro. Pero para premiar sus simpáticos trabajitos, les daré a cada uno un caramelo, la composición con una notita y este calendario con la foto del prócer.
Pedro se comió el caramelo camino de su casa y esa noche, mientras cenaban, le contó al papá:
—En la escuela nos mandaron a hacer una composición.
Mmm…. ¿Sobre qué? –preguntó el papá comiendo la sopa.
—“Lo que hace mi familia por las noches”.
El papá dejó caer la cuchara sobre el plato y saltó una gota de sopa sobre el mantel. Miró a la mamá. ¿Y tú qué escribiste, hijo? –preguntó la mamá.
Pedro se levantó de la mesa y fue a buscar entre sus cuadernos. —¿Quieren que se las lea? El capitán me felicitó. Y les mostró donde el capitán había escrito con tinta verde: “¡Bravo! ¡Te felicito!”
—El capitán... ¿qué capitán? –gritó el papá.
—El que nos mandó a hacer la composición.
Los papás se volvieron a mirar y Pedro empezó a leer:
—“Escuela Siria. Tercer Grado…”.
El papá lo interrumpió: —Sí, está bien, pero lee directamente la composición, ¿quieres? Y mientras los padres escuchaban con mucha atención, Pedro leyó:
—“Cuando mi papá vuelve del trabajo, yo voy a esperarlo al autobús. A veces, mi mamá está en la casa y cuando llega mi papá le dice quiubo chico, cómo te fue hoy. Bien le dice mi papá y a ti cómo te fue, aquí estamos le dice mi mamá. Entonces yo salgo a jugar fútbol y me gusta meter goles de cabecita. Después viene mi mamá y me dice ya Pedrito venga a comer y luego nos sentamos a la mesa y yo siempre me como todo menos la sopa que no me gusta. Después todas las noches mi papá y mi mamá se sientan en el sillón y juegan ajedrez y yo termino la tarea. Y ellos siguen jugando ajedrez hasta que es la hora de irse a dormir. Y después, después no puedo contar porque me quedo dormido.
Firmado: Pedro Malbrán.
Nota: si me dan un premio por la composición ojalá sea una pelota de fútbol, pero no de plástico.”
Levantó la mirada y se dio cuenta de que sus padres estaban sonriendo.
—Bueno —dijo el papá—, habrá que comprar un ajedrez, por si las moscas.
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